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martes, 6 de enero de 2009

El niño.

Érase una vez un niño que lo tenía todo. Venía de una familia con tradición, afincada en esa clase media cómoda, esa burguesía a la que aspiran el 99% de las familias de los países occidentales: dos hijos, adosadito en la playa y curro de 7 a 15 en una oficina de la caja de ahorros de turno.
Nuestro niño había sido un estudiante voluntarioso, que pasaba los cursos sin dificultad (aunque alguna vez tuvo algún que otro traspiés), pero que no solía estar entre los primeros de la clase. Su mayor reto año tras año, era sacar mejores notas que su hermano menor, y poner algún que otro bien alto o un notable al final del curso. Poco más.
Sin embargo, hay un punto de inflexión en la vida de nuestro protagonista: después de un par de años desastrosos, en los que se había perdido por malos caminos, influenciado tal vez por malos compañeros de viaje, y que además le había llevado a dilapidar gran parte del crédito (mediocre pero decente) que podía tener, nuestro niño tocó fondo. Su padre, que lo veía visiblemente tocado y que, con bastante clarividencia, pensó que podía perderlo definitivamente, pegó un giro brusco en lo que venía siendo su vida. Comenzó a inculcarle un sentimiento de orgullo que no había tenido nunca, o que, tal vez, no recordaba. Le dio valores, le dio unas guías vitales, lo apoyó cuando nadie creía en él y lo llenó de algo de lo que había carecido toda su vida: ambición.
Muchos reían al oir hablar a su padre de lo orgulloso que estaba de su hijo, de que ese hijo que las había pasado tan canutas, iba a acabar sus estudios, a sacarse una carrera, a tener un buen trabajo y a ser un ejemplo, no sólo ya para su casa, sino para sus vecinos y amigos. Lo llamaban loco y prepotente.
Más se reía él cuando años después sucedía lo impensable: su hijo, ese que andaba perdido y que era uno más, era de los primeros de la clase, se sacaba la carrera con nota, hacía dos masters, aprendía inglés y conseguía un buen trabajo. Y todo eso, sin haber ido a un colegio de pago, ni pagando cursos en los Estados Unidos, ni dilapidando fortunas y tirando el dinero en supuestos viajes de estudios, ni perteneciendo a familias con más apellidos que los años que lleva el Metro de Sevilla en obras. Todo eso con ambición.
Pero nuestro niño, que ya se había hecho un hombre, empezó a perder el norte. Ahora tenía responsabilidades, tenía experiencia, una formación envidiable, recursos... Pero empezó a carecer de lo que le había llevado donde estaba ¿Sabéis lo que es? Lo repito: ambición. Sin esa ambición, sin tener una meta superior, ganas de luchar y ganas de lograr objetivos, es imposible progresar.
Los mimbres están ahí: tenemos las licenciaturas, los masters, hablamos idiomas, somos altos y guapos, somos respetados y tenemos un buen trabajo. Pero hemos perdido las ganas de competir. Y la cosa está en que, ese padre que antes sabía cómo meternos la sangre en las venas, que nos aconsejaba bien en el camino y la dirección a tomar, y que sabía encauzarnos para optar a metas elevadas, no sabe bien lo que hacer. Se ha gastado dinero en más cursos, sigue dando discursos optimistas, cree en su hijo, pero la cosa no funciona como antes.
Igual es que el niño se ha acomodado, y prefiere ser un burgués comodón, sin preocupaciones, que se conforma con ver cómo a su hermano pequeño las cosas le siguen yendo mal o, simplemente, peor que a él. Si fuese así, su padre tiene la batalla perdida. Y sus amigos, los que lo apoyaron cuando estaba mal y artífices, también, de su ascenso a la élite.
El niño tiene que cambiar. No sé cómo ni en qué dirección, pero sí sé cuándo: ahora.
Del partido del Osasuna, no hace falta ni hablar ¿verdad?

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